domingo, 2 de agosto de 2009

Punto de quiebre

El día que casi me matan parecía un día cualquiera, no tuve sueños premonitorios, ni presentimientos, ni corazonadas. No hubo nada que me advirtiera que viviría los segundos más angustiantes de mi vida.
........................................................

Era octubre: mes de la procesión del Señor de Los Milagros, del turrón de Doña Pepa (¡qué rico!), de los anticuchos, de los picarones. Era el mes morado: un mes de fe.
El día que casi me matan fue jueves y hacía frío. Yo trabajaba, en ese entonces, en un diario limeño en el corazón de Miraflores. Recuerdo que ese día, muy temprano, me llamó una de mis mejores amigas: Lili. Quería que nos encontráramos para charlar (mejor dicho chismear) y yo encantada acepté. A las seis de la tarde nos encontraríamos en la puerta del edificio donde yo trabajaba.
La tarde transcurría como siempre y como nunca. Y es que ese día en la redacción recibimos una gran noticia: nos pagarían nuestro sueldo atrasado. ¡¡¡Yupiii!!! Fue así como uno a uno fuimos desfilando por la oficina de administración con una sonrisa de oreja a oreja. A todos se nos entregó el tan añorado cheque y apenas recibido y sentido tan suave papel nos vimos formando cola en el banco Continental, agencia ubicada frente al edificio del diario.
Recuerdo que cuando estaba por llegar a la ventanilla de atención advertí que no tenía mi DNI. ¡Qué tonta! con la emoción lo había olvidado. Junto a una colega, nos dimos media vuelta y cruzamos la pista decididas a regresar con nuestros documentos de identidad y así cobrar el dinero que tanta falta nos hacía. Sin embargo, algo ocurrió, hasta ahora no sé qué fue. Cuando terminaba de cruzar la pista le dije a mi amiga: "Yo no vuelvo, por algo será que no he logrado cobrar el cheque". Y por algo era. Sabia decisión.
La tarde llegó, redacté presurosa mis notas, cogí mi cartera (mismo maletín de Spor Billy) y fui al encuentro de Lili que ya me esperaba en la puerta del edificio. Cuando ya avanzábamos por la Avenida Arequipa, mi celular empezó a sonar, me estacioné y contesté. Era mi jefa quería que regrese pues faltaban unos datos en una nota. Tras una breve discusión, no me quedó de otra, di media vuelta y a regañadientes ya estaba redactando el párrafo de tres líneas que faltaba. Quizá si no hubiera regresado... si me hubiera demorado un poco más... no sé cuánto hubiera cambiado esta historia esa diferencia de veinte minutos.
Ya en el auto, Lili y yo empezamos a charlar, me contaba de su vida familiar, de su esposo y de lo adorable que estaba su hija. Yo le hablaba de mi deteriorada relación, si así se le puede llamar y me refiero a la palabra 'relación', a lo que medio año después acabaría definitivamente.
Confesiones van, confesiones vienen, decidimos seguir la conversa en un point donde pudiéramos comer algo ligero, sin bajar de mi auto porque hacía frío. Es así como nos dirigimos a una panadería, a tan solo unas cuadras de la casa de Lili, en Salamanca.
Yo suelo ser distraída y ese día, seguro, lo estuve más que nunca. Estaba entretenida en medio de una amena conversación y por eso no me percaté de que me seguían. Ahora sé que pudo ser desde la vía Evitamiento cuando desvíe para entrar a Los Quechuas.
Llegamos a la panadería, eran poco más de las 7:30 de la noche. Me estacioné. Hasta ese momento no observé nada extraño. Lili bajó del auto a comprar unos pasteles y unas gaseosas. Yo me quedé en el auto, bajé un poquito la luna (no quería que se empañaran todas las ventanas) y empecé a buscar alguna emisora que llamara mi atención. Lili demoraba así que me fijé si venía, de pronto vi un auto nuevecito estacionarse delante de mí. Era plomo oscuro de lunas polarizadas, era un Toyota Corona sin placa, lo recuerdo claramente. Sin embargo, en ese momento si bien me llamó la atención lo nuevo del auto, no me pasó por la cabeza que tuviera que ver con los segundos angustiantes que estaba por vivir.
Continuaba yo buscando una canción a mi gusto y Lili abrió la puerta del copiloto y estrechó sus brazos y me entregó los pasteles. Aún sonreía. Cuando me iba a entregar las gaseosas, tocaron de pronto la ventana de mi lado. Volteé a mirar y de ahí todo fue una eternidad. Todo fue confuso, eran como fotos.
Vi lo ojos desorbitados de un nervioso joven (tendría unos veinte años), vi sus manos forzar la ventana y lograr bajarla, lo vi introducir un arma y apuntarme. Sentía el cañón del arma en mi cabeza, qué frío era. Liliana gritaba y gritaba, la sentía bajo mi asiento aferrándose, alguien la jalaba. Sus gritos eran como ecos, gritaba que nos iban a matar, que tenía una hija. Sentía el carro moverse, lo estaban palanqueando. Estaba en shock, no podía creer lo que pasaba. Quería moverme y hablar, pero no podía.
Tenía lo ojos fijos en el tipo, quien me insultaba y me gritaba que me bajara. No quería que lo mire, pero yo no podía evitarlo. La puerta estaba con pestillo y el tipo se veía desesperado, quería que quitara el seguro. Todo era tan absurdo. Pensaba que el tipo estaba loco, dónde iba a vender un FIAT. Pensé, tontamente, que quizá le pareció un GOL por la oscuridad de la noche. Pensé en decirle que se fije bien que era un auto que no era comercial. Pensé tantas cosas: y si abro y me lleva, y si abro y me dispara.
Estaba tan aturdida al sentir que el tipo hacía sentir el cañón de su arma en mi cabeza (hasta ahora no sé si era pistola o si era un revólver), que decidí bajar. Estaba, entonces, levantando el pestillo cuando sonó un disparo.
Hasta ese momento no sabía quién disparó. Solo recuerdo que sentí como si mi respiración quedara suspendida, como si el tiempo se hubiera quedado detenido cuando irrumpió ese sonido. Vi los ojos del tipo y pensé: "Me va a matar". Quizá, suene tonto, todo lo que pensé en esas milésimas de segundo que para mí fueron una eternidad, en ese lapso de tiempo en que sonó el disparo y sentí la mirada rabiosa de aquel delincuente.
Lo primero que pensé, puede sentirse absurdo, era si me iba a doler: ¿Será un solo dolor, será rápido, sufriré? Pensé que era una forma absurda de morir ¿por Dios dónde iban a comercializar ese carro?, pensé que era muy joven, no entendía porqué había llegado mi hora, ¿había cumplido mi misión en este mundo? si la cumplí ni cuenta me di. De pronto parecía estar viendo una película, sentada en una butaca en primera fila (solo faltaba la canchita, porque no hay cine sin canchita). Era la película de mi vida: me vi de niña jugando con mis hermanas y mi papá fútbol en el parque de Miraflores, vi a mis hermanas ya adultas junto a mis padres compartiendo nuestras interminables cenas delivery, vi mis logros y mis fracasos. Entonces, me resigné. Si así era el destino, qué podía hacer yo. De pronto, la escena final de la película irrumpió en mi mente: era mi madre formando palabras en el plato de comida para lograr que su niña con dos moñitos coma algo. Ya ni recordaba eso, pero en ese momento era tan vívido. Ahí me invadió la angustia, pensé que mi madre no iba a soportar enterrarme. Era antinatural, son los hijos los que entierran a su padres, no al revés. Mi resignación, entonces se esfumó y mi corazón se oprimía por ese sentimiento llamado angustia.
Otro disparo sonó y volví en mí. Una corta balacera se inició y vi al delincuente alejarse apuntándome. Solo recién ahí pude abrir la boca, le dije a Lili que teníamos que ubicarnos bajo el tablero del auto, bajo el asiento. Los disparos cesaron a los segundos, nos asomamos temerosas y vimos la silueta del auto difuminarse al final de la calle. Todo era confusión, las alarmas de las casas sonaban, la gente gritaba, estaban con palos. Sentí mis tobillos helados y mojados, eran las gaseosas que se habían derramado en medio del forcejeo.
La gente rodeó el auto. La Policía me pidió mis datos, pero lo único que recordaba era mi nombre. Me preguntaron si estaba herida, si estaba bien. Me pidieron que bajara del auto y no quise. Estaba asustada, aturdida. No sé quién me prestó un celular, pero me vi llamando al diario para pedir que anularan el cheque. Los tipos se habían llevado mis documentos, mi celular y el cheque. Si lo hubiera cobrado, se hubieran llevado todo mi sueldo.
La Policía se quería llevar al dueño de la panadería. Fue él quien hizo el primer disparo. Lo acusaban de haber jalado el gatillo y poner en peligro a todos. Pero si no hubiera sido por él, no sé qué hubiera pasado. Los vecinos se pusieron furiosos y por poco y agarran a palos a los policías por tal atrevimiento.
Nunca regresé a darle las gracias a ese señor que se envalentonó y cogió su arma y disparó al aire desde un segundo piso, hasta hoy no he vuelto por ahí. Quizá un día lo haga. No soy malagradecida, pero no sé por qué hasta hoy no he ido.
Los tipos que me asaltaron eran cuatro: el que me encañonó, el que jalaba a mi amiga para sacarla del auto, el que me palanqueba la maletera y el que conducía ese auto nuevecito que llamó mi atención. Hoy sé que los delincuentes querían solo cambiar de carro. Habían cometido un asalto cerca a Salamanca y la Policía estaba tras sus pasos.
Uno de ellos era el más avezado, el que quería sacar del auto a Lili, él fue quien contestó los disparos. Al menos eso recuerdan los que estaban en la panadería observando todo y que, por supuesto, no hicieron nada (bueno, los entiendo cómo arriesgar sus vidas por dos personas que ni conocen y encima ante hombres armados). No recuerdan a ciencia cierta si los otros dos (entre ellos mi atacante) dispararon también.
Una semana me duró el trauma. Estaba paranoica. Asomaba por la ventana de mi casa y pensaba que los tipos irían a buscarme porque tenían mis datos y tenían mi cheque. Lloraba de una forma extraña: no sollozaba, solo caían y caían las lágrimas por mis mejillas. Eso, hoy, ya está superado. Claro, que no puedo negar que esa experiencia dejó huella en mí. Por ejemplo, me siento intranquila cuando sobreparo el auto en una luz roja, no me quedo dentro de mi auto estacionado, salvo que esté bien acompañada y ando siempre atenta al espejo retrovisor.
Pero esa experiencia no fue mala del todo. Hoy, que estoy ad portas de cumplir un año más de vida, recuerdo este episodio como un punto de quiebre en mi vida. Hay un antes y un después de ese día. Hoy disfruto más la vida, de mi familia, de quienes me quieren y me aprecian. Sé que mi carrera y mi trabajo son importantes, pero no son lo más importante (ya no soy la workaholic de antes). Soy consciente de que la vida es muy corta como para andarse haciendo mala sangre por tonterías. Y es que uno está en este mundo para ser feliz y hacer feliz a quienes quiere y ama.


En Río de Janeiro, hace unos meses, disfrutando de una vista maravillosa.